lunes, 18 de abril de 2011

El Cronopio


Leía Rayuela, sentado en la mesa de enfrente.
Fumaba tabaco negro. Escupía humo gris. Bebía cerveza rubia.
Yo hojeaba Bestiario, fumando cigarrillos rubios, bebiendo cerveza negra.
De pronto lo descubrí. Soplé humo gris hacia su mesa y seguí leyendo, como distraída.
Cerró el libro. Lo puso bajo el brazo. La botella en una mano y el vaso en otra izaron al cuerpo moreno. Se acercaron a mi mesa y sonrieron.
Nuestros humos se mezclaron.
Las palabras salieron de las bocas, copularon con la cerveza y se multiplicaron velozmente.
Luego vino la risa, como espuma.
Creció y comenzó a caerse de la mesa.
Cuando inundó el bar nos echaron.
Llenamos de espuma las calles. Resbalamos cuesta abajo, hasta el borde mismo del río. Justo frente a su casa. Encontramos más hijos de palabras flotando sobre la espuma.
Los tragamos y volvieron a reproducirse.
Entramos a su casa.
El calor nos quitó la ropa. El sudor coqueteaba con la espuma y las palabras.
Las palabras olvidaron su timidez. Se incrustaron de lleno en la boca opuesta. Circularon por el cuerpo. Bailaron en el estómago una danza primitiva y provocadora.
Bajaron hasta la entrepierna y se convirtieron en volcán.
Temblaron y rugieron cada vez más fuerte, intentando escapar.
Hicieron erupción y patinaron en sudor. Varias veces. Toda la noche.
Al amanecer sólo cenizas, colillas mal apagadas, vasos vacíos y lava por toda la casa.
Me despedí del Cronopio y emprendí la retirada, cuesta arriba.
Todavía había espuma por las calles.
Todavía quedaban palabras sin reproducirse.

Por eso vuelvo cada tanto a ese bar.
Y siempre está ahí. Con Rayuela, tabaco negro y cerveza rubia, esperando la señal.

© Jenny Wasiuk